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La implantación del Catastro urbano

El Catastro Urbano propiamente dicho nace con la Ley de Presupuestos de 1893, en la que, en consonancia con el creciente proceso de urbanización, se separará la recaudación de rústica y pecuaria de la urbana, proyectándose para esta última la confección por municipios de un Registro Fiscal de Edificios y Solares, iniciándose desde entonces un camino divergente en la descripción de los inmuebles según su naturaleza rústica o urbana, que para estos últimos supuso, en general, su reducción a información literal frente a la riqueza de la planimetría parcelaria que ha caracterizado a los catastros rústicos.

El Registro Fiscal de cada municipio se integraba en uno mayor de ámbito provincial y debía estar constituido básicamente por dos documentos: los planos de los edificios y las hojas declaratorias, cumplimentadas, finca a finca, por cada propietario y en las que constaban sus características físicas y jurídicas, así como los valores en venta y renta que establecía el perito para poder deducir el producto íntegro y el líquido imponible. El Padrón de contribuyentes y la lista cobratoria completaban la documentación fiscal relacionada con el catastro urbano.
 

Este modelo de Catastro urbano se mantuvo sin grandes cambios prácticamente hasta la aprobación de la reforma fiscal de 1964, que está en el arranque de la Contribución Territorial Urbana. Acompañando a la nueva norma fiscal se aprueban en 1966 las especificaciones para la implantación del Catastro Urbano, cuya responsabilidad recae en el Ministerio de Hacienda, quien, en colaboración con los Ayuntamientos, sustituirá progresivamente al Instituto Geográfico en los trabajos catastrales. Con esta reforma se extenderá el gravamen a la totalidad de los inmuebles urbanos, y no solo a solares y edificaciones residenciales como hasta entonces, se levantarán planos parcelarios para los núcleos urbanos así como cartografías por manzanas y por fincas a escala 1:250.